Albedrío se basa en estos cuatro principios.
- Ley
- Conocimiento de la ley
- Oposición—el bien y el mal
- Libertad para decidir
Nuestro Padre Celestial nos creó como agentes para actuar por nosotros mismos y no como objetos para que se actúe sobre nosotros (2 Nefi 2:26). Este principio se aplica a todos los aspectos de nuestra vida terrenal, incluso nuestra determinación por aprender el Evangelio. Cada uno de nosotros debe aprender el Evangelio por cuenta propia, nadie puede aprenderlo por nosotros. Aprender el Evangelio significa una experiencia activa y no pasiva. Cuando ejercemos nuestro albedrío para buscar diligentemente la verdad, el Señor nos bendice con mayor luz y conocimiento.
El presidente Spencer W. Kimball, duodécimo Presidente de la Iglesia, describió el albedrío como la “ley básica del Evangelio”
el albedrío es la facultad y el privilegio que Dios nos da para escoger y “…actuar por [nosotros] mismos y no para que se actúe sobre nosotros. El albedrío es actuar con responsabilidad y dar cuenta de nuestras acciones. Nuestro albedrío es esencial para el plan de salvación. Con él, somos “…libres para escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres, o escoger la cautividad y la muerte, según la cautividad y el poder del diablo”, Sin el albedrío, no seríamos capaces de hacer elecciones correctas ni progresar. Sin embargo, con el albedrío podríamos hacer malas elecciones, cometer pecado y perder la oportunidad de estar con nuestro Padre Celestial otra vez. Por esa razón, se proporcionaría un Salvador para sufrir por nuestros pecados y para redimirnos si nos arrepentíamos. Mediante Su Expiación infinita, “…realizó el plan de misericordia, para apaciguar las demandas de la justicia”, A lo largo de Su vida, el Salvador nos mostró cómo usar nuestro albedrío. Siendo niño en Jerusalén, intencionalmente escogió estar “…en los asuntos de [Su] Padre”. Durante Su ministerio, eligió obedientemente “…cumplir la voluntad de [Su] Padre”11. En Getsemaní, eligió sufrir todas las cosas, diciendo: “…no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”. Sobre la cruz, eligió amar a Sus enemigos, y oró: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y entonces, para que pudiera finalmente demostrar que estaba eligiendo por Sí mismo, se le dejó solo. “Padre, ¿por qué me has desamparado?”, preguntó. Por último, ejerció Su albedrío para actuar, perseverando hasta el fin, hasta que pudo decir: “¡Consumado es!”.
Se nos ha dado el albedrío, se nos han dado las bendiciones del sacerdocio y se nos han dado la Luz de Cristo y el Espíritu Santo por una razón: esa razón es nuestro progreso y felicidad en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero. aun cuando es común emplear la frase “libre albedrío”, el término correcto en las Escrituras es simplemente “albedrío” (D. y C. 29:36;
¿Qué pasajes o ejemplos de la reseña puede utilizar para ayudar a los jóvenes a entender lo que significa participar activamente en el aprendizaje?
Juan 7:17 (Debemos hacer la voluntad de nuestro Padre Celestial para conocer Su doctrina)
Santiago 1:22 (Ser hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores)
1 Nefi 10:19 (Si buscamos diligentemente la verdad, la hallaremos)
2 Nefi 2:26 (Debemos actuar y no que se actúe sobre nosotros)
D. y C. 50:24 (Cuando recibimos la verdad y actuamos en consecuencia, recibimos más verdad)
D. y C. 88:118 (Debemos buscar conocimiento tanto por el estudio como por la fe)
David A. Bednar, “Buscar conocimiento por la fe”, Liahona, septiembre de 2007
En las Escrituras se nos amonesta repetidas veces a predicar las verdades del Evangelio por el poder del Espíritu (véase D. y C. 50:14). Creo que la mayoría de nosotros, que somos padres y maestros en la Iglesia, somos conscientes de este principio y por lo general nos esforzamos por llevarlo a la práctica, lo cual es apropiado. Sin embargo, aun con lo importante que es este principio, es sólo un elemento de un modelo espiritual mucho mayor. También se nos enseña con frecuencia que debemos buscar conocimiento por la fe (véase D. y C. 88:118). Predicar por el Espíritu y aprender por la fe son principios inseparables que debemos llegar a entender y a vivir simultánea y sistemáticamente.
Me parece que recalcamos y sabemos mucho más sobre ser un maestro que enseña por el Espíritu que lo que sabemos en cuanto a ser un alumno que aprende por la fe. Obviamente, los principios y procesos de la enseñanza y el aprendizaje son espiritualmente esenciales; sin embargo, al vislumbrar el futuro y prever el mundo cada vez más confuso y atribulado en el que nos tocará vivir, creo que resultará esencial que todos aumentemos nuestra capacidad de buscar conocimiento por la fe. En nuestra vida personal, en la familia y en la Iglesia podemos recibir, y recibiremos, las bendiciones de fortaleza, dirección y protección espirituales a medida que busquemos con fe la obtención y puesta en práctica del conocimiento espiritual.
Nefi nos enseña: “Cuando un hombre habla por el poder del Santo Espíritu, el poder del Espíritu Santo… lleva [el mensaje] al corazón de los hijos de los hombres” (2 Nefi 33:1). Observen que el Espíritu lleva el mensaje al corazón, pero no lo introduce necesariamente en su interior. Un maestro puede explicar, demostrar, persuadir y testificar con poder y eficacia espirituales; sin embargo, el contenido de un mensaje y el testimonio del Espíritu Santo penetran el corazón sólo cuando lo permite el receptor. Aprender por la fe abre el camino que conduce al interior del corazón.
El principio de acción: Fe en el Señor Jesucristo
Aprender por la fe: Actuar, y no que se actúe sobre nosotros
Implicaciones para los maestros
Implicación Nº 1. El Espíritu Santo es un maestro enviado por el
Padre.
Implicación Nº 2. Somos instructores más eficaces cuando
fomentamos y hacemos más fácil el aprendizaje por la fe.
Implicación Nº 3. Nuestra fe se fortalece a medida que ayudamos a
otros a buscar conocimiento por la fe.
Buscar conocimiento por la fe: Un ejemplo reciente
El apóstol Pablo definió la fe como “la certeza de lo que se espera [y] la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Alma declaró que la fe no es un conocimiento perfecto, sino una “esperanza en cosas que no se ven, y que son verdaderas” (Alma 32:21). Además, en Lectures on Faith [Discursos sobre la fe] aprendemos que la fe es “el primer principio de la religión revelada y el cimiento de toda rectitud” y que también es “el principio de acción en todos los seres inteligentes” 1 .
Estas enseñanzas resaltan tres componentes básicos de la fe: (1) la fe es la certeza de cosas que se esperan y que son verdaderas, (2) es la convicción de lo que no se ve y (3) es el principio de acción en todos los seres inteligentes. Describo estos tres componentes de la fe en el Salvador como mirar hacia el futuro, contemplar el pasado y actuar en el presente en forma simultánea.
La fe, en calidad de certeza de lo que se espera, mira hacia el futuro. Esta certeza se basa en la comprensión correcta de Dios y la confianza en Él, y nos permite “seguir adelante” (2 Nefi 31:20) hacia situaciones inciertas y que a menudo constituyen un reto en el servicio del Salvador.
Por ejemplo, Nefi confió precisamente en este tipo de certeza espiritual para afrontar el futuro cuando regresaba a Jerusalén para obtener las planchas de bronce, “sin saber de antemano lo que tendría que hacer. No obstante, [siguió] adelante…” (1 Nefi 4:6–7).
La fe en Cristo está firmemente ligada a la esperanza en Cristo para obtener nuestra redención y exaltación, y la produce como fruto. La certeza y la esperanza nos permiten caminar hasta el borde de la luz y dar unos cuantos pasos en la oscuridad, esperando y confiando en que la luz se mueva e ilumine el camino 2 . La combinación de certeza y esperanza inicia la acción en el presente.
La fe en calidad de convicción de lo que no se ve mira hacia el pasado y confirma nuestra confianza en Dios y en la veracidad de lo que no se ve. Nos adentramos en la oscuridad con certeza y esperanza, y recibimos convicción y confirmación según se movía la luz y nos brindaba la iluminación que necesitábamos. El testimonio recibido tras la prueba de nuestra fe (véase Éter 12:6) es una convicción que incrementa y fortalece nuestra certeza.
La certeza, la acción y la convicción se influyen mutuamente en un proceso continuo, como una espiral que al ir ascendiendo se expande y se amplía. Estos tres elementos de la fe (la certeza, la acción y la convicción) no están separados ni aislados, sino que se interrelacionan y forman parte de un ciclo continuo y ascendente. La fe que alimenta este proceso continuo se desarrolla, evoluciona y cambia. Al volvernos nuevamente hacia un futuro incierto, la certeza nos conduce a la acción y produce convicción, con lo que aumenta la certeza. Nuestra confianza se fortalece, línea por línea, precepto por precepto, un poco aquí y un poco allí.
Encontramos un poderoso ejemplo de la interacción que hay entre la certeza, la acción y la convicción cuando los hijos de Israel transportaban el arca del convenio bajo el liderazgo de Josué (véase Josué 3:7–17). Recuerden que los israelitas llegaron al río Jordán y se les prometió que éste se dividiría y que podrían cruzarlo por tierra seca. Curiosamente, las aguas no se dividieron cuando los hijos de Israel estaban en la ribera del río aguardando a que sucediera algo; más bien, las plantas de sus pies estaban mojadas antes de que se dividieran las aguas. La fe de los israelitas se manifestó en el hecho de que entraron en las aguasantes de que se dividieran. Se adentraron en el Jordán con una certeza en aquello que esperaban a fin de afrontar el futuro. En cuanto avanzaron, las aguas se dividieron, y tras cruzar por tierra seca, volvieron la vista atrás y contemplaron la convicción de lo que no se veía. En este episodio, la fe en calidad de certeza condujo a la acción y produjo la convicción de lo que no se veía pero que era verdadero.
La fe verdadera se centra en el Señor Jesucristo y siempre conduce a la acción. La fe como principio de acción protagoniza muchos pasajes de las Escrituras que nos son familiares:
“Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Santiago 2:26; cursiva agregada).
“Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores” (Santiago 1:22; cursiva agregada).
“Despert[ad] y aviv[ad] vuestras facultades hastaexperimentar con mis palabras, y ejercit[ad] un poco de fe” (Alma 32:27; cursiva agregada).
Es precisamente la fe como principio de acción lo que resulta vital en el proceso de aprender y aplicar la verdad espiritual.
¿Cómo se relaciona la fe como principio de acción en todos los seres inteligentes con el aprendizaje del Evangelio? Y, ¿qué se entiende por buscar conocimiento por la fe?
En la gran división de todas las creaciones de Dios, existen cosas que actúan y cosas sobre las que se actúa (véase 2 Nefi 2:13–14). Como hijos e hijas de nuestro Padre Celestial hemos sido bendecidos con el don del albedrío: la capacidad y el poder de la acción independiente. Al estar investidos del albedrío, somos agentes, por lo que principalmente debemos actuar y no sólo que se actúe sobre nosotros, en especial cuando procuramos recibir y aplicar conocimiento espiritual.
Aprender por la fe y aprender de la experiencia son dos de las características fundamentales del plan de felicidad del Padre. El Salvador protegió el albedrío moral mediante la Expiación e hizo posible que actuáramos y aprendiéramos por la fe. La rebelión de Lucifer contra el plan tenía como propósito destruir el albedrío del hombre, y su intención era que sólo se actuara sobre nosotros.
Consideren la pregunta planteada por nuestro Padre Celestial a Adán en el jardín de Edén: “¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:9). El Padre sabía dónde se ocultaba Adán y sin embargo hizo la pregunta. ¿Por qué? Un Padre sabio y amoroso permitió a Su hijo actuar en el proceso de aprendizaje y no se limitó a que se actuara sobre él. No hubo un sermón para reprender a un hijo desobediente, como tal vez muchos de nosotros tengamos la tendencia a dar. Antes bien, el Padre ayudó a Adán a aprender a actuar como agente y a dar un uso adecuado a su albedrío.
Recuerden cuánto deseaba Nefi conocer lo que su padre, Lehi, había visto en la visión del árbol de la vida. Curiosamente, el Espíritu del Señor comienza la tutela de Nefi formulándole la siguiente pregunta: “He aquí, ¿qué es lo que tú deseas?” (1 Nefi 11:2). Evidentemente, el Espíritu sabía lo que Nefi deseaba. Entonces, ¿por qué preguntárselo? El Espíritu Santo estaba ayudando a Nefi a actuar en el proceso de aprendizaje en vez de limitarse a que se actuara sobre él. Observen en los capítulos 11–14 de 1 Nefi que el Espíritu le hizo preguntas a Nefi y también le pidió que mirara; ambas peticiones representan elementos activos del proceso de aprendizaje.
Gracias a estos ejemplos aprendemos que, en calidad de aprendices, ustedes y yo debemos actuar y ser hacedores de la palabra, y no solamente oidores sobre los que se actúa. ¿Somos ustedes y yo agentes que actúan y que tratan de buscar conocimiento por la fe o aguardamos a que se nos enseñe y que se actúe sobre nosotros? Los niños, jóvenes y adultos a los que servimos, ¿actúan y buscan conocimiento por la fe o esperan a que se les enseñe y se actúe sobre ellos? ¿Animamos y ayudamos a las personas a las que servimos a buscar conocimiento por la fe? Todos debemos estar anhelosamente consagrados a pedir, buscar y llamar (véase 3 Nefi 14:7).
El alumno que ejerce su albedrío para actuar en consonancia con principios que son correctos, abre su corazón al Espíritu Santo e invita tanto a Su poder para enseñar y testificar, como a Su testimonio confirmador. Aprender por la fe requiere un esfuerzo espiritual, mental y físico, y no tan sólo una recepción pasiva. Es la sinceridad y la constancia de nuestros actos inspirados en la fe que indica a nuestro Padre Celestial y a Su Hijo Jesucristo nuestra disposición para aprender y recibir instrucción del Espíritu Santo. Por tanto, aprender por la fe implica el ejercicio del albedrío moral para actuar con la certeza de lo que se espera, e invita a la convicción de lo que no se ve, la cual procede del único maestro verdadero: el Espíritu del Señor.
Consideren cómo ayudan los misioneros a los investigadores a aprender por la fe. El concertar y observar compromisos espirituales, como son leer el Libro de Mormón, orar en cuanto a él, asistir a las reuniones de la Iglesia y guardar los mandamientos, requieren que el investigador ejerza la fe y actúe. Una de las funciones fundamentales de un misionero es ayudar al investigador a contraer compromisos y honrarlos, es decir, actuar y aprender por la fe. A pesar de la importancia que tiene el enseñar, exhortar y explicar, esos puntos jamás podrán transmitir al investigador el testimonio de la veracidad del Evangelio restaurado. Sólo cuando la fe del investigador inicie la acción y despeje el camino que conduce a su corazón, el Espíritu Santo podrá comunicar un testimonio que confirma. Los misioneros obviamente deben aprender a enseñar por el poder del Espíritu, pero igual importancia tiene su responsabilidad de ayudar al investigador a aprender por la fe.
El aprendizaje que estoy describiendo va más allá de una simple comprensión cognitiva o de retener y recordar información. El tipo de aprendizaje del que hablo hace que nos despojemos del hombre natural (véase Mosíah 3:19), que experimentemos un cambio en el corazón (véase Mosíah 5:2) y que nos convirtamos al Señor y nunca nos desviemos (véase Alma 23:6). Aprender por la fe requiere “el corazón y una mente bien dispuesta” (D. y C. 64:34). Aprender por la fe es el resultado de que el Espíritu Santo lleve el poder de la palabra de Dios no sólo al corazón, sino también al interior del mismo. Aprender por la fe no se puede transferir del instructor al alumno mediante un discurso, una demostración o un ejercicio experimental; antes bien, el alumno debe ejercer su fe y actuar a fin de obtener el conocimiento por sí mismo.
El joven José Smith entendía instintivamente el significado de buscar conocimiento por la fe. Uno de los episodios más conocidos de su vida es su lectura de los versículos sobre la oración y la fe en el libro de Santiago, en el Nuevo Testamento (véase Santiago 1:5–6). Este texto inspiró a José a retirarse a una arboleda cercana a su casa para orar y buscar conocimiento espiritual. Observen las preguntas que José se había planteado en la mente y que sentía en el corazón, y que llevó consigo a la arboleda. Evidentemente se había preparado para “[pedir] con fe” (Santiago 1:6) y actuar.
“En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones, a menudo me decía a mí mismo: ¿Qué se puede hacer? ¿Cuál de todos estos grupos tiene razón; o están todos en error? Si uno de ellos es verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo?…
“Había sido mi objeto recurrir al Señor para saber cuál de todas las sectas era la verdadera, a fin de saber a cuál unirme. Por tanto, luego que me hube recobrado lo suficiente para poder hablar, pregunté a los Personajes que estaban en la luz arriba de mí, cuál de todas las sectas era la verdadera… y a cuál debía unirme” (José Smith—Historia 1:10, 18).
Observen que las preguntas de José no se centraban sólo en lo que él necesitaba saber, sino también en lo que precisaba hacer. Su primera pregunta se centró en la acción, ¡en lo que debía hacer! Su oración no se limitó a preguntar: ¿Cuál iglesia es la verdadera? Sino que preguntó: ¿A qué iglesia debo unirme? José fue a la arboleda a aprender por la fe y tenía la determinación de actuar.
En última instancia, la responsabilidad de aprender por la fe y de aplicar la verdad espiritual descansa sobre cada uno de nosotros en forma individual. Se trata de una responsabilidad cada vez más seria e importante en el mundo en el que vivimos y en el que habremos de vivir. Qué, cómo y cuándo aprendemos se apoya —pero no depende— en un instructor, un método de presentación o de un tema concreto o un formato de lección.
Ciertamente, buscar conocimiento por la fe es uno de los mayores retos de esta vida. El profeta José Smith resume como ninguno el proceso de aprendizaje y los resultados que intento describir. En respuesta a una petición de instrucción por parte de los Doce, José enseñó: “La mejor manera de obtener verdad y sabiduría no consiste en sacarla de los libros, sino en ir a Dios en oración y obtener enseñanzas divinas” 3 .
En otra ocasión, el Profeta explicó que “la lectura de las experiencias de otros, o las revelaciones dadas a ellos,jamás podrán darnos a nosotros un concepto [completo] de nuestra condición y verdadera relación con Dios” 4 .
Las verdades sobre aprender por la fe tienen profundas implicaciones para los padres y los maestros. Consideremos tres de ellas.
El Espíritu Santo es el tercer miembro de la Trinidad y es el maestro y testigo de toda verdad. El élder James E. Talmage (1862–1933), del Quórum de los Doce Apóstoles, explicó: “El oficio del Espíritu Santo en cuanto a Su ministerio entre los hombres, queda explicado en las Escrituras. Es un maestro enviado del Padre, revelará a aquellos que son dignos de su instrucción, todas las cosas necesarias para el progreso del alma” 5 .
Deberíamos recordar siempre que el Espíritu Santo es el maestro que, tras la invitación pertinente, puede entrar en el corazón del que aprende. De hecho, ustedes y yo tenemos la responsabilidad de predicar el Evangelio por el Espíritu, sí, el Consolador, como requisito previo para el aprendizaje por la fe que sólo se logra mediante Él (véase D. y C. 50:14). En este sentido, ustedes y yo nos asemejamos a esas largas y finas tiras de cristal que se utilizan para crear los cables de fibra óptica que permiten la conducción de señales de luz a grandes distancias. Así como el cristal de esos cables debe ser puro para conducir la luz con efectividad y eficacia, también nosotros debemos llegar a ser y continuar siendo conductores dignos a través de los cuales pueda operar el Espíritu del Señor.
Pero debemos tener cuidado de recordar en nuestro servicio que somos conductos y canales, y no la luz.“Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mateo 10:20). No se trata de mí ni de ustedes. De hecho, cualquier cosa que hagamos en calidad de maestros para llamar a propósito la atención hacia nosotros —bien sea el mensaje que presentemos, los métodos que empleemos o nuestra conducta personal— es una forma de superchería que impide la eficacia de la enseñanza del Espíritu Santo. “¿La predica por el Espíritu de verdad o de alguna otra manera? Y si es de alguna otra manera, no es de Dios” (D. y C. 50:17–18).
Todos conocemos el dicho de que dar un pescado a un hombre lo alimenta por un día, pero enseñarle a pescar lo alimenta toda la vida. Nosotros, como padres y maestros del Evangelio, no estamos en el negocio de la distribución de pescado. Más bien, nuestra labor consiste en ayudar a las personas a aprender a “pescar” y a llegar a ser autosuficientes espiritualmente. Este importante objetivo se alcanza mejor cuando fomentamos y hacemos que sea más fácil para los alumnos actuar de acuerdo con los principios correctos, para lo cual les ayudamos a aprender a medida que lo hacen. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17).
Observen cómo funciona esta implicación en la práctica según se ve en el consejo que el presidente Brigham Young (1801–1877) dio a Junius F. Wells cuando éste fue llamado en 1875 a organizar a los hombres jóvenes de la Iglesia:
“En las reuniones comience con el primer nombre de la lista y llame a tantos miembros como el tiempo lo permita para que compartan su testimonio; en la siguiente reunión comience donde hayan quedado y llame a los siguientes hermanos a fin de que todos participen y adquieran la costumbre de ponerse de pie y decir algo. Tal vez muchos piensen que no tienen un testimonio, pero hágales ponerse de pie y verán que el Señor les dará facilidad para hablar de muchas verdades en las que no habían pensado antes. Más son las personas que han obtenido un testimonio al tratar de compartirlo que las que han estado de rodillas orando por recibirlo” 6 .
El presidente Boyd K. Packer, Presidente en Funciones del Quórum de los Doce Apóstoles, nos ha dado un consejo parecido en nuestra época:
“Si tan sólo pudiera enseñar este principio: que un testimonio se obtiene cuando se expresa. En alguna parte, en su búsqueda de conocimiento espiritual, existe ese ‘salto de fe’, como lo llaman los filósofos. Es el momento en que uno llega al borde de la luz y tropieza con la oscuridad, sólo para descubrir que el camino continúa iluminado cada uno o dos pasos. La ‘Lámpara de Jehová’, como dice el pasaje, verdaderamente ‘es el espíritu del hombre’ (Proverbios 20:27).
“Una cosa es recibir un testimonio de lo que uno ha leído o de lo que otra persona ha dicho, lo cual es necesario como comienzo, y otra es que el Espíritu nos confirme íntimamente que lo que hemos testificado es verdadero. ¿Se dan cuenta de que ese testimonio se nos restituirá a medida que lo compartamos? Al dar lo que tenemos, esto se nos restituirá, ¡pero aumentado! 7”
He descubierto una característica común entre los maestros que más han influido en mi vida; que me ayudaron a buscar conocimiento por la fe y se negaron a darme respuestas fáciles a las preguntas difíciles. De hecho, no me dieron respuesta alguna, sino que me indicaron el camino y me ayudaron a dar los pasos necesarios para encontrar mis propias respuestas. No siempre aprecié ese método, pero la experiencia me ha permitido entender que no solemos recordar por largo tiempo la respuesta de otra persona, si es que la recordamos; mas la respuesta que descubrimos u obtenemos mediante el ejercicio de la fe, por lo general la conservamos toda la vida. Las enseñanzas más importantes de la vida se obtienen, no se enseñan.
La comprensión espiritual con la que ustedes y yo hemos sido bendecidos, y que se nos ha confirmado como verdadera en el corazón, sencillamente no se puede entregar a otra persona. A fin de obtener y “poseer” personalmente dicho conocimiento, es preciso pagar el precio de ser diligente y aprender por la fe. Sólo de este modo lo que se sabe en la mente podrá transformarse en lo que se siente en el corazón. Sólo así puede una persona pasar de confiar en el conocimiento y las experiencias espirituales de otros a reclamar esas bendiciones para sí mismo. Sólo así podemos prepararnos espiritualmente para lo que venga. Debemos “[buscar] conocimiento, tanto por el estudio como por la fe” (D. y C. 88:118).
El Espíritu Santo, que puede enseñarnos y recordarnos todas las cosas (véase Juan 14:26), ansía ayudarnos a aprender conforme actuamos y ejercemos fe en Jesucristo. Curiosamente, esta ayuda divina para aprender nunca es más obvia que cuando estamos enseñando, ya sea en casa o en las asignaciones de la Iglesia. Tal y como Pablo aclaró a los romanos: “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?” (Romanos 2:21).
Observen cómo en los siguientes versículos de Doctrina y Convenios la enseñanza diligente invita a la gracia y a la instrucción celestial:
“Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doctrina del reino.
“Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará, para que seáis más perfectamente instruidos en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que osconviene comprender” (D. y C. 88:77–78; cursiva agregada).
Tomen en cuenta que las bendiciones descritas en estos pasajes van dirigidas concretamente al maestro: “Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará”, para que tú, el maestro, ¡recibas instrucción!
El mismo principio se pone de relieve en el versículo 122 de la misma sección:
“Nombrad de entre vosotros a un maestro; y no tomentodos la palabra al mismo tiempo, sino hable uno a la vez y escuchen todos lo que él dijere, para que cuandotodos hayan hablado, todos sean edificados de todos y cada hombre tenga igual privilegio” (D. y C. 88:122; cursiva agregada).
Cuando todos hablan y todos escuchan de manera correcta y ordenada, todos resultan edificados. El ejercicio individual y colectivo de la fe en el Salvador invoca la instrucción y la fortaleza del Espíritu del Señor.
Todos fuimos bendecidos por el desafío que nos extendió el presidente Gordon B. Hinckley en agosto de 2005, en cuanto a leer todo el Libro de Mormón antes del fin de aquel año. Con ese reto, el presidente Hinckley nos prometió que al observar fielmente ese sencillo programa de lectura, nuestra vida y nuestro hogar recibirían una mayor porción del Espíritu del Señor, una determinación fortalecida de ser obedientes a Sus mandamientos y un testimonio más fuerte de la realidad viviente del Hijo de Dios 8 .
Observen cómo ese desafío inspirado es un ejemplo clásico de aprender por la fe. En primer lugar, ni a ustedes ni a mí se nos mandó, ni obligó ni requirió leer, sino que se nos invitó a ejercer nuestro albedrío como agentes y a actuar de acuerdo con principios que son correctos. El presidente Hinckley, en calidad de maestro inspirado, nos instó a actuar en vez de que se actúe sobre nosotros. En última instancia, cada uno de nosotros tuvo que decidir si responderíamos al reto, cómo lo haríamos, y si perseveraríamos hasta el fin de la tarea.
En segundo lugar, al extendernos la invitación para leer y actuar, el presidente Hinckley nos estaba instando a buscar conocimiento por la fe. No se repartieron nuevos materiales de estudio entre los miembros de la Iglesia, y la Iglesia no creó lecciones, clases ni programas adicionales. Cada uno tenía su ejemplar del Libro de Mormón, y el sendero hacia el interior de nuestro corazón se ensanchó por el ejercicio de nuestra fe en el Salvador al responder al reto de la Primera Presidencia. De este modo fuimos preparados para recibir instrucción del único maestro verdadero: el Espíritu Santo.
La responsabilidad de buscar conocimiento por la fe descansa sobre cada uno de nosotros en forma individual, y esta obligación cobrará mayor importancia a medida que el mundo en el que actualmente vivimos se torne más confuso y atribulado. Aprender por la fe es vital para nuestro desarrollo espiritual personal y para el crecimiento de la Iglesia en estos últimos días. Ruego que cada uno de nosotros realmente tenga hambre y sed de justicia y sea lleno del Espíritu Santo (véase 3 Nefi 12:6), a fin de que busquemos conocimiento por la fe.
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